…he salido a la calle. Había cientos de personas caminando en varias direcciones, con diferentes arrugas en la cara, tantos estados de ánimo relataban al caminar como pasos daban, y entre toda esa multitud, es curioso, pero mi mente era egoísta, pues únicamente pensaba en mí, sólo propagaba destellos de imágenes difusas de mi persona, omitiendo todo aquello vivo o por vivir, aquello más o menos absurdo, lo inminente o lo inevitable, estaba cegada con mostrarme un cacho en el tiempo que yo no quería apreciar: el presente.
Con mil cosas por hacer, todas se ocultaban tras aquellas que no puedo comprender. Esperando el metro a Torrent, aquellas líneas paralelas dibujaban bajo mis ojos una competición en mi cabeza, raíles de neuronas disputando una carrera por entender lo inexplicable y abstracto de momentos sin descifrar como comprensibles para más de un individuo con mínimo uso de razón. Y lo adolescente de tu generación, los minutos, pasaban hasta acercarse la hora de dejar de pensar. Y lo más joven aún, los segundos, se sumaron uno tras otro hasta que la meta de mis pensamientos se paró sin explicaciones ganadoras.
Elegir un sitio donde sentarme entre barras de metal no fue difícil y no me supuso problema alguno, pues mitad de aquel acueducto subterráneo estaba tan solitario como mi alma. Acerté de lleno al escoger un trozo de cristal al que mirar y el reflejo de mi rostro se confundía con la velocidad del exterior, entre andenes y pasajes de caras que no se dejaban ver. Se pasó de oscuridad a cielo abierto, luego de ver luminosidad natural a verla de forma artificial. Bajar el escalón hacia la realidad, de nuevo, me invitó a divagar en mi subsuelo particular.
Al alzar la vista, un Edén anegado en llamas no imposibles de salvar, el abismo de enfrentar un quiero y no puedo, o decidir saltar. Y con rumbo fijo por la avenida, imán de frío en mis venas y la conciencia hirviendo en calma, pero eso sí, sin poder actuar. Atropellado delante de mí un fiel recuerdo de un instante, al mirar atrás para evadirme, la muerte inminente de un presagio que cada día que pasa no quiero contar. Mochila al hombro, trote firme al andar, rastro de pisadas que saben dónde voy, lo que quiero y lo que me van a murmurar, ojalá.
Noctámbulos indicios de volver con los quehaceres hechos, mostrando muecas en forma de risa unas más verdaderas que otras. Punzadas en cada poro de mi piel a cada soplo de aire ártico por las baldosas de Avenidas estrechas de Valencia, temblando mi cuerpo por abrazar la melancolía de horas sin dormir. Y pastar entre lo inusual de un comportamiento que evapora los logros adquiridos, y sucumbir ante los encantos de un secreto por dos guardado; y sellar el pacto con mi sombra de no tentar a lo absurdo, y romperlo por tener secuelas de un sabor que rompe mis esquemas.
El ascensor a lo rutinario no es bienvenido, pero es de obligatorio cumplimiento. Desván de madera colgado en la pared de mi habitación, ADN de visitas en un jarrón de plástico y un olor provisional del que no me puedo deshacer. Agua caliente para entrar en la cuenta atrás de la noche y darle cuerda al reloj de la mañana antes de tumbarme sediento de noticias. Sueños profanados por una materia gris omnipresente, un inframundo mental esporádico que describe otro canto más, luz y oscuridad, un día moral.
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