Cada relato en la ausencia pierde parte de su valor, pues si no hay nadie que lo escuche, la alegría en forma de palabras se adentra en un mundo sin respuesta, un pozo sin fondo, sin eco y sin retorno, se convierte en dolor propio del rechazo a una contestación que desde un principio se sabe que no va a haber, pero aún así, el Joven Aprendiz apartó de sus manuales esas consideraciones, le habló al silencio con el gesto de buena fe y el resultado reforzó su alma. El reencuentro con la mejor felicidad que se pueda describir era imposible de clasificar en una lista de momentos felizmente recordados.
Habían tantas cosas que contar, se habían conglomerado en la mente tantos detalles, aventuras y curiosidades, eran tales los momentos que habían vivido cada uno por su lado, que las antiguas conversaciones entre la Princesa y el Joven Aprendiz aumentaron en volumen, pasaron a ser escrituras colosas llenas de una charla mucho más sociable que antes.
Una y otra vez, se citaban en el recoveco de siempre. Sonrientes, alegres e hiperactivos, ella miraba a las montañas, él miraba al mar, ambas vistas eran perfectas para pasar los días aprendiendo el uno del otro, ni el Diario con más capacidad podría albergar tantas promesas, tantos deseos y tantos planes como los que elaboraban en cada uno de sus relatos. Lentamente, sin darse cuenta nadie, en un poco espacio temporal, el Joven Aprendiz se sentaba más próximo a ella; la Princesa hacía su asiento más corto y aportaba su granito de arena a la cercanía, hasta que la vergüenza no se veía en sus rostros, pues sentarse justo al lado de la mejor compañía posible era el mejor regalo del día.
"¿Qué pensará él de mí?" -Se preguntaba la Princesa- ¿Seré lo suficientemente noble como para que mi sinceridad me lleve hasta su mente? ¿Soy ese tipo de Princesas que merecen que un Joven de buena personalidad pueda componerme una canción que me haga suspirar? ¿Realmente quiero esto o todo es fruto de lo grato de su amistad?" Y es que la monotonía de la presencia del Joven Aprendiz se había convertido en algo cuya falta creaba una laguna en las horas. Tras realizar sus quehaceres, se asomaba a la ventana para ver si había llegado su momento de la charla, si aparecía en su visión la persona que la sacara de la rutina y le regalara una sonrisa sin cobrarle nada a cambio.
"¿Qué pensará ella de mí?" -Susurraba para sus adentros el Joven Aprendiz- "¿Será su sensillez el atractivo de una Princesa normal pero a la vez incomparable con otra la que me hace que me salgan melodías sin casi poder evitarlo? ¿Debo pensar que soy yo el motivo por el que se asoma a su ventana todos los días? ¿Pensará su mente en común con la mía en que hay algo tan especial en su mirada que no hay distracción posible que me aparte mis ojos de los suyos?" Todas las noches, al irse a la parte más oscura de su habitáculo para cerrar sus ojos y amanecer el nuevo día, el Joven Aprendiz hacía un recuento de los pensamientos de su intelecto, aquellas palabras de esos duendecillos que tanto lo conocían a él, pero que juraría no haberlos visto nunca.
La miel más dulce que podía ser catada por un paladar, el antojo nunca antes deseado por la voz interior de una embarazada, el sonido más hermoso que un sistema auditivo tuviese el honor de almacenar, el mayor manjar existente en la faz de la Tierra para ser probado por el ser humano; no tenía ni un ápice de comparación con respecto a los sentimientos que segundo a segundo se iban gestando en el núcleo de dos cuerpos mortales, una Princesa y un Joven Aprendiz, un tumulto de impresiones cada vez más positivas que no podían acabar de otra manera que con un susurro al oido de ambos, apostando por un futuro donde la balanza de la vida siempre se decantara por el lado más sonriente y maravilloso que pudiese ser inmortalizado en una simple fotografía.
El Joven Aprendiz sabía lo que tenía que hacer, pero discrepaba al pensar si aquellos seres sin rostro le habían extirpado todo el miedo. Llegaba la noche y se acostaba en el suelo mirando los puntos resplandecientes que yacían allá en lo alto, les preguntaba uno por uno si era verdad lo que su corazón decía; les pedía consejo de cómo actuar sin mirar el trasfondo y pasado de sus actos; hacía comparaciones entre las respuestas de los mismos con respecto a la persona que ocupaba sus pensamientos; si bien obtuvo un diccionario de expresiones en la respuesta de aquellos astros tan simpáticos, sus aportaciones sólo iban a ratificar aún más lo que primaba por encima de todo para él, pues parecía que esas luces provenían de una misma tribu, tenían un mismo lenguaje, entonaban una canción todas juntas muy semejante a la que cantaba todos los días el Joven Aprendiz: "NO LA DEJES ESCAPAR". "Ya estaba la letra, faltaba la melodía" -pensaba radiante-.
Todo estaba claro, no había más que pensar. No era necesario un mentor que guiara sus pasos hasta hacerlo llegar al final del camino, porque él sabía y tenía memorizado los trazos del sendero que debía seguir. Su brújula apuntaba en una sóla dirección, pues no era una cualquiera, si todo navío tuviese en su timón este tipo de guía, una brújula construida con sentimientos, no existiría la deriva en la mar. Era el momento de actuar, los duendecillos habían hecho su trabajo, no tenía miedo, no figuraba en él la indecisión, recordaba la canción que había entonado con las estrellas, la tarareaba y, orgulloso, lleno de vida, feliz, se dispuso a hacer el principio de su historia de amor, una historia en la que él era el escritor, mientras que el fruto de su deseo, la Princesa, era su mayor fuente de inspiración.
"Cerraré mis párpados por última vez hoy -pensaba- y el día de mañana escribiré una canción y la guardaré en su memoria para siempre". Esas palabras sin voz fueron las últimas que recordó pasadas las horas, porque cuando abrió los ojos, la vida le había brindado un nuevo día. ¡Y qué gran día! Todo a su alrededor tenía su color favorito; los pájaros le dejaban mensajes de ánimo en el correo de la mañana; las nubes que quedaban resagadas por el infinito cielo azul, le hacían guiños mientras pasaban; el sol tenía la cara más sonriente que nunca antes le había visto; los árboles se abrazaban con sus ramas y lo miraban como envidiosos de su buena suerte; era como si todo el mundo se apartase de su camino para no hacerle perder ni un sólo minuto más, pues sabían que alguien muy importante lo estaba esperando.
Bajo la atenta mirada de la improvisación, el Joven Aprendiz se puso en marcha. Tenía una cita con la felicidad y no quería llegar tarde. Tampoco quería hacerla esperar, ya era lo suficientemente sabio como para saber que demorar en el intento de ser feliz le perjudicaba más a él que al mismísimo tiempo. Aceleró sus pasos, tanto que daba zancadas de ansiedad, le disputó una carrera a su mente, pero fue imposible alcanzarla, era demasiado veloz, tanto que cuando llegó al solar bajo la ventana de la Princesa, ya estaba allí hace rato, espectante, pensativa, con ganas de un momento inolvidable.
No hubo tiempo de contar lo que tardó ella en asomarse, antes de elevar la cabeza por encima de sus hombros, la Princesa ya había encontrado la mirada del Joven Aprendiz. Todas las palabras que tenía para decirle se escondieron, ahora lo único que existía del momento eran aquellos ojos, eran estéticamente perfectos, eran para un mortal como el canto de las sirenas para Ulises, un motivo por el que morir un instante, para volver a vivir, resucitar y tener el honor de que fuesen ellos los que le dieran la bienvenida a la nueva vida.
Tras pararse el reloj por unos segundos, la Princesa sólo pudo entreabrir la boca para intentar decir algo, un saludo, un gesto de agradecimiento, pero el Joven Aprendiz ya había roto el silencio con unas palabras:
"No quiero que hables ahora, te lo pido por favor, porque tu voz produce amnesia en mi mente, no podría mediar palabra alguna si lo haces. Sólo quiero que escuches lo que tengo que decirte, que son muy pocas palabras para lo que realmente siento.
Mi lema es la sinceridad, mi fuente de información es mi alma y el motivo por el que junto ambas, eres tú.
Hace años que he estado buscando un ingrediente carente en mi existencia, nunca pensé, jamás, encontrarlo, hasta el día en que tu voz me regaló una melodía; ese día en que tus ojos me cegaron con su mirada; el día en que abriste esa ventana para dejarme cantarte una canción; mi impotencia se convirtió en un sueño, mi desdicha en ilusión y mi tristeza en ganas de vivir.
He conversado con las estrellas, les he pedido consejo, han sido mi oráculo para tomar esta decisión. Has vencido mis miedos con sólo estar tras ese marco y has impulsado que escriba un cuento con más sentido que el que haya tenido la oportunidad de relatar nunca.
Por todo ello, no te traigo flores, no te traigo regalos, sólo una promesa: te traigo mi vida, por si la quieres."
Las palabras del Joven Aprendiz estaban llenas de sentimiento. Miraba al cielo y se veía una reunión de luminosidad espectante; los grandes árboles les prestaban sus ramas a quienes querían darse cita ante aquella declaración; un mundo verde rodeaba aquel escampado con mirada fija en un punto. De pronto, la cara sonriente de la Princesa dejó de verse por un instante para aparecer de nuevo en una fracción de segundo en aquella ventana, y sin más sonido que el silencio, su voz dejó caer una nota de papel que se deslizó en el aire hasta llegar a las manos del Joven Aprendiz. Sólo se mostraban dos palabras:
Sí Quiero...
Jaco. Mi cuento preferido...
Habían tantas cosas que contar, se habían conglomerado en la mente tantos detalles, aventuras y curiosidades, eran tales los momentos que habían vivido cada uno por su lado, que las antiguas conversaciones entre la Princesa y el Joven Aprendiz aumentaron en volumen, pasaron a ser escrituras colosas llenas de una charla mucho más sociable que antes.
Una y otra vez, se citaban en el recoveco de siempre. Sonrientes, alegres e hiperactivos, ella miraba a las montañas, él miraba al mar, ambas vistas eran perfectas para pasar los días aprendiendo el uno del otro, ni el Diario con más capacidad podría albergar tantas promesas, tantos deseos y tantos planes como los que elaboraban en cada uno de sus relatos. Lentamente, sin darse cuenta nadie, en un poco espacio temporal, el Joven Aprendiz se sentaba más próximo a ella; la Princesa hacía su asiento más corto y aportaba su granito de arena a la cercanía, hasta que la vergüenza no se veía en sus rostros, pues sentarse justo al lado de la mejor compañía posible era el mejor regalo del día.
"¿Qué pensará él de mí?" -Se preguntaba la Princesa- ¿Seré lo suficientemente noble como para que mi sinceridad me lleve hasta su mente? ¿Soy ese tipo de Princesas que merecen que un Joven de buena personalidad pueda componerme una canción que me haga suspirar? ¿Realmente quiero esto o todo es fruto de lo grato de su amistad?" Y es que la monotonía de la presencia del Joven Aprendiz se había convertido en algo cuya falta creaba una laguna en las horas. Tras realizar sus quehaceres, se asomaba a la ventana para ver si había llegado su momento de la charla, si aparecía en su visión la persona que la sacara de la rutina y le regalara una sonrisa sin cobrarle nada a cambio.
"¿Qué pensará ella de mí?" -Susurraba para sus adentros el Joven Aprendiz- "¿Será su sensillez el atractivo de una Princesa normal pero a la vez incomparable con otra la que me hace que me salgan melodías sin casi poder evitarlo? ¿Debo pensar que soy yo el motivo por el que se asoma a su ventana todos los días? ¿Pensará su mente en común con la mía en que hay algo tan especial en su mirada que no hay distracción posible que me aparte mis ojos de los suyos?" Todas las noches, al irse a la parte más oscura de su habitáculo para cerrar sus ojos y amanecer el nuevo día, el Joven Aprendiz hacía un recuento de los pensamientos de su intelecto, aquellas palabras de esos duendecillos que tanto lo conocían a él, pero que juraría no haberlos visto nunca.
La miel más dulce que podía ser catada por un paladar, el antojo nunca antes deseado por la voz interior de una embarazada, el sonido más hermoso que un sistema auditivo tuviese el honor de almacenar, el mayor manjar existente en la faz de la Tierra para ser probado por el ser humano; no tenía ni un ápice de comparación con respecto a los sentimientos que segundo a segundo se iban gestando en el núcleo de dos cuerpos mortales, una Princesa y un Joven Aprendiz, un tumulto de impresiones cada vez más positivas que no podían acabar de otra manera que con un susurro al oido de ambos, apostando por un futuro donde la balanza de la vida siempre se decantara por el lado más sonriente y maravilloso que pudiese ser inmortalizado en una simple fotografía.
El Joven Aprendiz sabía lo que tenía que hacer, pero discrepaba al pensar si aquellos seres sin rostro le habían extirpado todo el miedo. Llegaba la noche y se acostaba en el suelo mirando los puntos resplandecientes que yacían allá en lo alto, les preguntaba uno por uno si era verdad lo que su corazón decía; les pedía consejo de cómo actuar sin mirar el trasfondo y pasado de sus actos; hacía comparaciones entre las respuestas de los mismos con respecto a la persona que ocupaba sus pensamientos; si bien obtuvo un diccionario de expresiones en la respuesta de aquellos astros tan simpáticos, sus aportaciones sólo iban a ratificar aún más lo que primaba por encima de todo para él, pues parecía que esas luces provenían de una misma tribu, tenían un mismo lenguaje, entonaban una canción todas juntas muy semejante a la que cantaba todos los días el Joven Aprendiz: "NO LA DEJES ESCAPAR". "Ya estaba la letra, faltaba la melodía" -pensaba radiante-.
Todo estaba claro, no había más que pensar. No era necesario un mentor que guiara sus pasos hasta hacerlo llegar al final del camino, porque él sabía y tenía memorizado los trazos del sendero que debía seguir. Su brújula apuntaba en una sóla dirección, pues no era una cualquiera, si todo navío tuviese en su timón este tipo de guía, una brújula construida con sentimientos, no existiría la deriva en la mar. Era el momento de actuar, los duendecillos habían hecho su trabajo, no tenía miedo, no figuraba en él la indecisión, recordaba la canción que había entonado con las estrellas, la tarareaba y, orgulloso, lleno de vida, feliz, se dispuso a hacer el principio de su historia de amor, una historia en la que él era el escritor, mientras que el fruto de su deseo, la Princesa, era su mayor fuente de inspiración.
"Cerraré mis párpados por última vez hoy -pensaba- y el día de mañana escribiré una canción y la guardaré en su memoria para siempre". Esas palabras sin voz fueron las últimas que recordó pasadas las horas, porque cuando abrió los ojos, la vida le había brindado un nuevo día. ¡Y qué gran día! Todo a su alrededor tenía su color favorito; los pájaros le dejaban mensajes de ánimo en el correo de la mañana; las nubes que quedaban resagadas por el infinito cielo azul, le hacían guiños mientras pasaban; el sol tenía la cara más sonriente que nunca antes le había visto; los árboles se abrazaban con sus ramas y lo miraban como envidiosos de su buena suerte; era como si todo el mundo se apartase de su camino para no hacerle perder ni un sólo minuto más, pues sabían que alguien muy importante lo estaba esperando.
Bajo la atenta mirada de la improvisación, el Joven Aprendiz se puso en marcha. Tenía una cita con la felicidad y no quería llegar tarde. Tampoco quería hacerla esperar, ya era lo suficientemente sabio como para saber que demorar en el intento de ser feliz le perjudicaba más a él que al mismísimo tiempo. Aceleró sus pasos, tanto que daba zancadas de ansiedad, le disputó una carrera a su mente, pero fue imposible alcanzarla, era demasiado veloz, tanto que cuando llegó al solar bajo la ventana de la Princesa, ya estaba allí hace rato, espectante, pensativa, con ganas de un momento inolvidable.
No hubo tiempo de contar lo que tardó ella en asomarse, antes de elevar la cabeza por encima de sus hombros, la Princesa ya había encontrado la mirada del Joven Aprendiz. Todas las palabras que tenía para decirle se escondieron, ahora lo único que existía del momento eran aquellos ojos, eran estéticamente perfectos, eran para un mortal como el canto de las sirenas para Ulises, un motivo por el que morir un instante, para volver a vivir, resucitar y tener el honor de que fuesen ellos los que le dieran la bienvenida a la nueva vida.
Tras pararse el reloj por unos segundos, la Princesa sólo pudo entreabrir la boca para intentar decir algo, un saludo, un gesto de agradecimiento, pero el Joven Aprendiz ya había roto el silencio con unas palabras:
"No quiero que hables ahora, te lo pido por favor, porque tu voz produce amnesia en mi mente, no podría mediar palabra alguna si lo haces. Sólo quiero que escuches lo que tengo que decirte, que son muy pocas palabras para lo que realmente siento.
Mi lema es la sinceridad, mi fuente de información es mi alma y el motivo por el que junto ambas, eres tú.
Hace años que he estado buscando un ingrediente carente en mi existencia, nunca pensé, jamás, encontrarlo, hasta el día en que tu voz me regaló una melodía; ese día en que tus ojos me cegaron con su mirada; el día en que abriste esa ventana para dejarme cantarte una canción; mi impotencia se convirtió en un sueño, mi desdicha en ilusión y mi tristeza en ganas de vivir.
He conversado con las estrellas, les he pedido consejo, han sido mi oráculo para tomar esta decisión. Has vencido mis miedos con sólo estar tras ese marco y has impulsado que escriba un cuento con más sentido que el que haya tenido la oportunidad de relatar nunca.
Por todo ello, no te traigo flores, no te traigo regalos, sólo una promesa: te traigo mi vida, por si la quieres."
Las palabras del Joven Aprendiz estaban llenas de sentimiento. Miraba al cielo y se veía una reunión de luminosidad espectante; los grandes árboles les prestaban sus ramas a quienes querían darse cita ante aquella declaración; un mundo verde rodeaba aquel escampado con mirada fija en un punto. De pronto, la cara sonriente de la Princesa dejó de verse por un instante para aparecer de nuevo en una fracción de segundo en aquella ventana, y sin más sonido que el silencio, su voz dejó caer una nota de papel que se deslizó en el aire hasta llegar a las manos del Joven Aprendiz. Sólo se mostraban dos palabras:
Sí Quiero...
Jaco. Mi cuento preferido...
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